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Fernando Carrasco / El Rincón del Diablo - narrativa

 

UN PEQUEÑO PASEO EN BOTE

 

 

 

Así, hasta el mediodía navegamos

Sin prisa, sin impulsos de la brisa,

Pues lentamente y suavemente el barco

Con submarino impulso se movía.

 

Samuel T. Coleridge

"Balada del viejo marinero"

 

 

 

Para Jorge Goodrige

 

 

 

Abrió los ojos y se encontró acostado sobre plantas y hierbas. Miró a todos lados y no percibió la presencia de nadie. Se puso de pie y se sacudió la ropa. Avanzó despacioso hasta convencerse de que nunca antes había estado allí. Por todos lados solo veía árboles de troncos enhiestos y robustos, de copas anchas como enormes sombreros y de flores blanquirrojizas que le trajeron como un ramalazo el recuerdo de algo que no pudo captar por completo.

Anduvo errante varios minutos tratando de encontrar algún paraje que le indicara a qué lugar había llegado. Acto seguido, decidió descansar bajo la sombra de un árbol. Allí empezó a meditar sobre su presencia en aquel sitio. Sin duda, era uno de esos amaneceres en lugares desconocidos después de una horrenda borrachera. Levantó la mirada y por un instante tuvo la certeza de que una de las ramas del árbol brillaba majestuosamente. Casi al instante le pareció escuchar voces y gritos aterradores; creyó, incluso, ver fieras y seres desconocidos que revoloteaban y se le acercaban amenazantes. Como un cervatillo que huye raudo ante la presencia del enemigo, corrió horrorizado por un largo camino que desembocaba ante las orillas de una inmensa laguna.

Se detuvo jadeante y volvió la mirada, mas no divisó a nadie. Quedó en silencio mirando el camino para cerciorarse: nadie lo seguía.

Minutos después todo lo acontecido quedó olvidado; total, no era la primera vez que cosas como esas le sucedían después de una intensa noche. Siguió avanzando y percibió la hedionda tufarada que emergía de las aguas amoratadas de aquella desconocida laguna. Se detuvo un instante e intentó tomar otro rumbo, pero llamó su atención la presencia de un bote que, a los lejos, lentamente, lentamente se acercaba a la orilla. Corrió hacia ella y, al ver otra vez el bote en medio de la laguna, percibió una sensación de malestar o frustración, pero a la vez de esperanza que le recorrió fríamente por la espina dorsal hasta reventar a la altura del cogote. Eso sí pudo entenderlo. Aquella sensación respondía al deseo desmesurado que había tenido desde niño: dar un pequeño paseo en bote.

Como en un sueño, corrió hacia el borde donde yacía la barca. Era una sutil barca negra, al parecer muy antigua pues estaba rajada en parte. Sobre ella, rígido, se encontraba el dueño, de espaldas a la orilla. "Hola", -saludó él-, pero el hombre no contestó. Permaneció en silencio un instante y volvió a preguntar: ¿Puedo subir? El barquero asintió con la cabeza, sin emitir una palabra. Cuando el muchacho estuvo cómodo dentro, la barca se puso en marcha y lentamente se fueron distanciando de la orilla, sobre las lívidas ondas de la laguna. Una sensación agradable lo acompañaba. Sentíase realizando una empresa que por mucho tiempo no había podido realizar, por motivos que no llegó a recordar. De rato en rato volvía la mirada y veía cómo la barca hendía la ondeante superficie de la laguna. Pero inexplicablemente volvieron las imágenes. Esta vez creyó ver brazos de hombres que se ahogaban. Imaginó cuerpos desnudos y sangrantes que despedían blasfemias y ayes de dolor, hasta que la voz austera del anciano lo regresó a la barca. "Llegamos, ahora baja". Como un autómata, aturdido, bajó de inmediato en un enorme lodazal bañado de un légamo verdoso. Cuando reaccionó, el hombre ya empezaba el regreso solo. Él, algo atónito, solo atinó a preguntar: "¿Cómo se llama este lugar?". El hombre no contestó. "¿Dígame entonces, quién es usted? -volvió a preguntar-, acalorado. ¿Cómo se llama?".

Antes de contestar, el dueño de la barca volteó y lo miró fijamente a los ojos, sólo entonces el muchacho pudo descubrir el rostro del tartáreo barquero, de mejillas estriadas y velludas, de luengas barbas blancas y desaliñadas, y de ojos áureos y calcinantes que lo ven y le dicen al tiempo que se alejan:  

-Mi nombre es Caronte, el Barquero.

 

© Fernando Carrasco

 

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